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El aspecto espacial del envejecimiento ha sido un tema pocas veces abordado por los expertos y casi nunca considerado como un factor relevante de segregación de la población urbana (Winkler y Klaas, 2012; Winkler, 2013). Sin embargo, las implicaciones que presenta la distribución espacial de la población por edades podrían ser de gran calado en términos sociales y económicos, afectando a la cohesión social (Hagestad y Uhlenberg, 2006) y al apoyo intergeneracional fuera de la esfera familiar, así como a la provisión de servicios sociales a nivel local (Binstock, 2010; Sabater et al., 2017). Además, según la Organización Mundial de la Salud, las relaciones intergeneracionales que se generan en el ámbito local redundan en el bienestar de las personas, porque potencian las relaciones de confianza y disminuyen el pensamiento estereotipado (World Health Organisation, 2007). Por otro lado, a partir de una cierta edad, cifrada en torno a los 80 años, la probabilidad de necesitar atención y cuidados aumenta sensiblemente, ya que empeora la situación física, psicológica o social hasta llegar a la dependencia (IMSERSO, 2014). El envejecimiento de las sociedades occidentales, en las que el volumen de personas por encima de los 80 años está creciendo de forma marcada, implica un aumento paralelo del volumen de personas que requerirá cuidados de larga duración (Eurostat, 2015) y estos servicios deben concentrarse, preferentemente, en aquellos lugares concretos en los que la población lo requiere.