Abstract
El 16 de octubre de 1978, cuando se supo que en el cónclave había habido fumata blanca y se extendió la noticia de que el hasta entonces arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, había sido elegido Romano Pontífice, el conjunto del mundo cristiano experimentó una sacudida no exenta de conmoción. Se había interrumpido el uso, imperante desde hacía varios siglos, de que el Papa fuera un italiano, y precisamente con la elección de un Pontífice que provenía, por primera vez en la historia, de la cultura eslava. El afán por conocer detalles de su vida, de sus cualidades, de su pensamiento fueron prácticamente universales, con el deseo de acercarse a su personalidad y de atisbar, aunque fuera sólo muy aproximadamente, cuáles podrían ser las consecuencias del acceso al solio pontificio de un eslavo, y más concretamente, de un polaco.