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La universidad tiene un papel importante que desempeñar en la sociedad y de- be responder a las expectativas que se le plantean. Tiene una función social y cultural y es un factor clave para la generación de conocimiento y para el desarrollo general (Delors; Tobarra). De ahí que en algunas épocas se hace preciso replantear determinadas cuestiones o reformas que modifican su orientación y proyección social. En este sentido, la UNESCO, tras una Conferencia Mundial sobre la Educación Superior en el siglo XXI, redactó una Declaración que subraya la misión de la educación superior y también un marco de acción. Entre los objetivos propuestos allí se incluían (art. 1): 1. Fomentar la misión de contribuir al desarrollo sostenible y al mejoramiento de la sociedad. 2. Formar ciudadanos altamente cualificados y responsables que participen activamente en la sociedad. 3. Proporcionar las competencias técnicas adecuadas para contribuir al desarrollo cultural, social y económico. 4. Velar por la transmisión a los jóvenes de aquellos valores en los que reposa la ciudadanía democrática. Si algo destaca en esta declaración es la continua referencia a la función social de la universidad, unida a su cometido de promover, generar y difundir conocimientos, mediante la investigación y el fomento de la interdisciplinariedad. Se señalan así los principales retos a los que se enfrenta la educación superior contemporánea, entre los que se encuentran la calidad, la internacionalización y el servicio a la sociedad (Tünnermann y De Souza), como diversos documentos internacionales han subrayado. En esta ocasión me centraré en uno de esos aspectos, concretamente en la calidad en la educación, tal como es percibida hoy, es decir, en términos de reputación. Me gustará ofrecer al final un decálogo de los elementos que propongo pueden componer esa excelencia académica universitaria y una reflexión sobre las consecuencias que para el gobierno de las universidades puede tener.